domingo, 5 de octubre de 2014

Opiniones de otros: La amenaza del último otoño llega al pueblo.



Para aquellos que estén interesados en conocer la realidad de las pequeñas poblaciones castellanas, es reconfortante ver como una persona cuyo oficio es la escritura, el periodismo, nos la describe tan acertadamente. No es una novela inventada, es el reflejo de la realidad de la que somos testigos. El artículo lo podéis ver en la revista del enlace, pero también lo reproduzco aquí. 

En el mismo número de esta revista "Campo Regional" de Asaja hay otras lecturas que la hacen recomendable.


www.asajacyl.com/extras/CR_SEPTIEMBRE_2014_web.pdf

La amenaza del último otoño llega al pueblo

Celedonio Sanz Gil
PERIODISTA ESPECIALISTA EN TEMAS AGROGANADEROS

Un año más el comienzo del curso escolar marca el fin de la explosión de vida veraniega en nuestros pueblos.Los niños se van a sus casas a preparar las clases, se van con sus padres, abandonan a los abuelos y la casa del pueblo se queda vacía. Ha pasado el discurrir de las bicicletas, el estallido de las fiestas, han cerrado las piscinas y las riberas de los ríos ya no reciben bañistas. Es el ritual que se repite cada mes de septiembre, apenas unas semanas antes del comienzo del otoño.

La palabra otoño, de origen egipcio, significa que el sol se esconde, que se alargan las noches y se acortan los días. Los mortales, desde siempre, lo han considerado un castigo divino, el dios del sol, rácano, escondía sus dones, su luz y su calor, la vida. La naturaleza toda empezaba su periodo de ocultación, de descanso, de vida cercana a la muerte, preparándose para soportar los rigores del invierno; entre lluvias, frío y nieve, caen las hojas de los árboles, las semillas pugnan bajo la tierra y las cosechas se guardan en los graneros. Solo la esperanza de la llama vital de la primavera los mantenía en pie.

El hombre moderno ya no le tiene miedo al avance de las noches, que se alargan en el otoño. La luz eléctrica vence a la oscuridad y la calefacción consigue dar calor a los hogares. Sí, pero todavía nadie ha conseguido un sustituto para la gran alegría, para el contento, la luz y el calor que produce la misma vida humana que comienza, que crece, que lucha por avanzar, por aprender: los niños.

Ahora, parece que se han puesto de moda los establecimientos; hoteles, restaurantes, transportes…, que prohíben la entrada a los niños, porque a sus clientes les molestan sus llantos, sus risas, sus constantes movimientos, sus impertinencias, su pesadez: su vida. A esos clientes les bastaría dar una vuelta por nuestros pueblos en otoño para sentirse tan a gusto, y también para darse cuenta del dolor que encierra la falta de vida nueva.

 El principal tema de conversación


En la mayor parte de nuestros pueblos en septiembre se plasma el abandono.

Calle de la Soledad, Baraona, septiembre 2013 (foto de Google Street View)

En toda esa multitud de núcleos de población que apenas cuenta con más de cien habitantes cuando se acaba el verano, que están abocados a la desaparición porque los gobernantes, haciendo una vez más dejación de sus funciones y caso omiso de los mandatos constitucionales, consideran que no son rentables económicamente. Porque ellos han sido incapaces de poner en marcha un sistema de gestión administrativa que garantice unos servicios públicos y unas infraestructuras adecuadas en todo el medio rural.

Los pueblos son ya zona de jubilados, de ancianos. Las llamadas telefónicas volverán a centrarse en sus múltiples achaques, en todos los males que les afectan. Los hijos les recordarán que se tomen la medicación, que guarden las pastillas, y que llamen al médico o les informen de las cartas en que les comunican para cuándo tienen la cita con el especialista en el hospital de la capital. Si, en este mundo en el que todo parece computarse, alguien hiciera una estadística de los temas de conversación en otoño en los pueblos, vería claramente que médicos y enfermedades suponen una inmensa mayoría.

De ese sopor medicamentoso solo les hace salir la noticia de algún fallecimiento, porque el otoño y la falta de sol, no perdonan, y cada año se pierde alguno por un enfriamiento, por ese catarro mal curado que nunca acaba. Una baja que en el pueblo es mucho más que una simple muerte y una nueva lápida en el cementerio. Cada muerte supone una aldaba bajada, una casa cerrada, un hueco que no se tapa, una portada que se hunde, y son tantos ya que da pena contarlas. Calles enteras donde no se oye ningún ruido de vida, porque hasta los gatos abandonan las casas cerradas. Vecinos del pueblo que se quedan sin vecinos, que tienen que andar cientos de metros para poder hilar una conversación, para pedir algo que falta, para lograr compañía o ayuda de otra casa.

Esa sensación de muerte que no consiguen quitar las casas nuevas que se hacen, grandes y bonitas, sí, pero solo para estar abiertas un mes o dos, tres como mucho. De gente que dice tener las raíces en el pueblo. Mentira. La raíces están donde uno se alimenta, sirven para llevar la savia de vida y llevarla al tallo, a las hojas y las flores, y de los pueblos muy pocos sacan ya su alimento, su medio de vida.
Sus raíces están lejos, y se alejan cada vez más con esos hijos que se marchan al extranjero para buscar una salida útil a sus vidas.

Vida más cara

Algunos creían que con la crisis la gente volvería a los pueblos, sin saber realmente por qué, tan solo porque en las ciudades no hay trabajo, y algunos pensaban que volver al campo podría ser una solución.

La evolución de estos años de crisis ha dejado muy claro que esto no es así, ni lo ha sido ni lo va a ser.
El que se acerca a los pueblos se da cuenta de que la tranquilidad no alimenta, de que la vida en el medio rural es mucho más cara, aunque las casas puedan ser más grandes y más baratas, porque hay que mantenerlas y calentarlas en invierno, con la luz más cara, sin gas. Se han dado cuenta de que instalar una nueva explotación agrícola o ganadera obliga a una inversión enorme, y que incluso tener un huerto obliga a un trabajo y unos gastos fuertes, que sale más rentable comprar los tomates en la tienda, aunque por supuesto nunca podrán igualar su sabor. Ya se han dado cuenta de que cualquier negocio que se ponga lleva consigo unos sobrecostes brutales por las distancias y la carencia de infraestructuras, que el ocio está saturado y la hostelería solo puede rendir un par de meses.

Las gentes de los pueblos saben que ese bache que hay en la carretera con los fríos, las lluvias y las heladas se hará más grande este otoño, que nadie arreglará la farola que se ha fundido y no se verá al final de esa calle. Los que se quedan viven con miedo, con la amenaza de que cada otoño, en cada pueblo, sea el principio del fin porque cada vez faltan menos otoños para recibir al último, para que a muchos de ellos no vuelva la primavera.